El hilo de la vida. Carlos Arias Vicuña
Del 26 de mayo al 6 de septiembre, 2015
En 1991 Carlos Arias Vicuña (Santiago de Chile, 1964) sobrepuso una escena bordada a un óleo donde exploraba las tensiones raciales, históricas y los contrastes de mar y cordillera, de su país natal. El gesto exploraba la relación del adentro y afuera de la pintura mediante la inclusión de una imagen como objeto. Arias se percató que ese bordado planteaba un desafío a la ortodoxia de la pintura, pues subvertía la oposición de lo pictórico y lo “extra-pictórico”. El bordado, un arte que el renacimiento y la modernidad habían marginado al rango subordinado de las “artes menores”, confinándolo al trabajo doméstico femenino o a las “artesanías” de campesinos e indígenas, se mostró al pintor como un terreno fértil donde poner en cuestión las connotaciones tanto técnicas como de género, lo mismo que autocríticas y materiales, del arte pictórico.
Por más de dos décadas, el bordado ha servido a Arias como un medio idóneo para interrogar las divisiones convencionales de género, clase y raza que constituyen las estructuras coloniales del arte de las Américas. Su labor como pintor-bordador ha producido una notable crítica de la representación, que ha dejado como saldo obras que combinan autocrítica y opulencia, belleza y precisión conceptual. Esta es una muestra de la forma en que con aguja e hilo Carlos Arias ha desmontado y subvertido no sólo a la pintura, sino las dicotomías de lo masculino y lo femenino, lo alto y lo bajo, y la materialidad y el deseo.
A mediados de la década de 1990, Arias puso el pincel y la paleta a un lado para repensar con aguja e hilo el plano de la representación. Si los antiguos designaron ciertas formas de bordado como acu pictae (pintura de aguja), Arias exploró los límites de la figuración en un medio que había permanecido, por su marginación histórica, relativamente inocente a la lógica autorreflexiva del arte moderno.
La forma en que el bordado produce apariencias en la superficie, sugirió al artista una variedad de analogías con la piel, los cosméticos, la escritura o el vestido. El hecho de que el bordado implique una tautología, intervenir con hilo una superficie de tela, lo señalaba como un medio propicio para producir toda clase de juegos conceptuales. El extremo de esos experimentos consistió en convertir el “zurcido invisible” en un procedimiento irónico: bordar la tela para negar esa misma intervención, falsificar el textil con hilo.
Bordar es un arte designado por la marginación. Del mismo modo que en Europa la modernidad lo desplaza a convertirse en una labor doméstica y no remunerada, referida a discursos de subordinación femenina, la colonización del Nuevo Mundo confina al arte textil a las “artesanías” de los grupos indígenas y campesinos. Paradójicamente, eso hace que huipiles, mantos y telares sirvan como espacios de resistencia étnica.
En lugar de ocultar esas divisiones, Carlos Arias toma objetos populares para hacer aún más complejo su estatuto. Al bordar los nombres del canon occidental en un paño con animales de San Pablito Pahuatlán, Arias señala a la vez el deseo y la violencia que involucra el intento de generar una cultura contemporánea en un territorio amerindio. Infiltrando los espacios negativos del fondo de tejidos nahuas y otomíes con su propia efigie, Arias escenifica la superposición conflictiva de la identidad latinoamericana. Sus imágenes persecutorias muestran una visualidad atravesada por el desacomodo cultural que la condición colonial de la pintura difícilmente logra expresar.
Dedicado de formular todo un abanico de posibilidades artísticas para el bordado, Carlos Arias no pudo escapar la forma en que pompones, borlas, macramé y tejido proyectan el textil hacia un arte del espacio. A inicios del siglo veintiuno su trabajo se enfiló a dotar al hilo de un potencial escultórico, que opera lo mismo en relación a constituir volúmenes, que trabajar sensaciones de orden táctil y desarrollar metodologías de orden constructivo. Mientras que los pompones de nylon le permiten inundar telas estampadas o volúmenes objetuales con emanaciones de texturas y material que evocan musgos y corales, el hilo sugieren al artista una variedad de estructuras: desde caída libre de las líneas creando una columna, hasta la transición en cierto modo alquímica del cuadrado al círculo en relieve. El uso que Arias dio a esos materiales tiene siempre una determinada cuota de erotismo y opulencia.
La condición sexuada del bordado, orientó desde un inicio la investigación de Arias hacia la sexualidad como una confección cultural repleta de ambivalencias y fantasías. Imágenes como Niña fertilizadora (1994) exploran las obsesiones sexuales de la cultura femenina subvirtiendo diseños de bordado comerciales. La similitud de los tejidos corporales y la superficie del hilo, sugiere a Arias crear superficies con pliegues que esconden imágenes de penetraciones y fellatios. La preocupación por la sexualidad del bordado de Arias no se limita a un campo meramente figurativo: imitando un género eminentemente doméstico como los pañuelos y servilletas de cocina bordadas, Arias transcribió conceptos claves tomados de la Historia de la sexualidad (1976-1984)de Michel Foucault. La convivencia de motivos kitsch y toda una gama de conceptos enlistados en un glosario, hace de esta serie Didáctica (1997-1998) un ejercicio de cuestionamiento radical del emplazamiento del discurso crítico.
El pespunte en el bordado, tiene una función similar al boceto en el dibujo y el aforismo en la escritura: expresan la noción de una idea inicial, la frescura de un pensamiento atrapado en proceso. Es significativo que al querer atrapar su propia imagen y su cuerpo, Arias haya optado por técnicas de bordado que representan con trazos fragmentarios: desde efigies compuestas por diseños que imitan al estampado, hasta técnicas pixeladas que evocan imágenes digitales de baja resolución y mosaicos, montadas sobre textiles traslúcidos o abiertos, que le permiten producir efigies de sí claramente fantasmales. Por todas esas vías Arias enuncia, a la par, el carácter provisional y trémulo de su identidad, lo mismo que la capacidad del textil para evocar una imaginación provisional y precaria.
En la cultura burguesa, por lo menos desde el siglo XVII, el bordado ha sido un ritual de la reproducción doméstica: la superficie de la visualidad y escritura cotidiana de las mujeres en su rol impuesto de servidoras sacrificiales de la familia. Su objetivo es, en varios momentos históricos, cubrir de belleza y sentimentalidad toda superficie a la mano: instaurar una opulencia de la sensibilidad que sirva como transcripción muda de lo privado. Entre 2011 y 2014, en un tiempo en que Arias volvió a poner el centro de sus esfuerzos artísticos en la pintura al óleo, produjo no obstante una serie de bordados de formato mediano dedicados a perpetuar escenas de su círculo íntimo. Imágenes albergadas por fotografías, donde un rostro querido encuentra un entorno cargado de intensidades y recuerdos. Usar el hilo y la aguja, instrumentos que requieren un gasto significativo de tiempo, para perpetuar imágenes instantáneas implica, ciertamente, una contradicción que Arias moviliza en torno a crear un bordado eminentemente melancólico.
Carlos Arias ha aprovechado su experimentación con el bordado para documentar y figurar los desplazamientos de su biografía, en particular su oscilación de orientación sexual, y la memoria del desplazamiento del Chile del gobierno de la Unidad Popular (1970-1973) a su crecimiento en el exilio en México, y sus idas y venidas como artista profesional moviéndose entre geografías y prácticas. El espacio de la tela alberga en estas obras de largo aliento una interpelación continua de los orígenes y la genealogía personal, y una alegoría de la experiencia contemporánea de una subjetividad fracturada, abierta a una continua reflexión y reconstrucción. Mientras el retrato tradicional ofrecía la ilusión de una identidad definitiva, la figuración de Arias describe la existencia como un proceso fluido y ambivalente, cruzado por imágenes, ideas y cuerpos volátiles. Estos murales son producto de jornadas discontinuas que abarcan décadas enteras de trabajo: proponen una noción de las relaciones entre arte y vida que rechaza la pura inmediatez del acto, para plantear la negociación con una historia hecha de ambivalencias constitutivas y dilemas siempre renovados.